Llegar al mar. Sentir su aroma y escuchar sus rugidos. Caminar por la playa, vacía, pateando y levantando montoncitos de arena por los aires. Estar con Paula, sentados los dos, mirando como el sol se cae en el fondo y la brisa se hace más tangible y la luna y las estrellas, y tomando cervezas y hablando de cosas intrascendentes, de quesos mal cortados y algodones empapados desparramándose en el piso. De perros enloquecidos. Del amor.
Fumar un cigarrillo después de hacer el amor. Mirar el humo yéndose al techo. Escuchar los ruidos afuera y pensar que, mientras el mundo pasa, yo sucedo, mínimamente al lado de la chica. Y ella sucede, respirándome en los ojos.
Andar por ahí, en mi bicicleta, hablando solo o cantando una canción de Cure. Volando, en mi bicicleta, o navegando por los inmensos mares verdes. Atravesando los continentes y descubriendo las caras que jamás he de conocer.
Besar con la furia del celo (Say dixit, bellamente). Con la lágrima en la garganta, la miel en la boca y el labio a punto de sangrar, con la lengua como espada, y con el músculo tenso del héroe mancillado.
Leer en voz alta frases simples que digan demasiado, en libros de papel y alma, "esas son cosas de mieles", pongamos por caso. Leer en voz alta. Descubrir el nombre "Néstor", en una hoja, en la arena o en los ojos de la chica.
Un plano oscuro de Lynch. Una impertinencia de Hugh Grant.
La sonrisa de los niños, así sea, el niño más triste del mundo.
Las elucubraciones improbables de "lo que pasa" adentro de la chica, cuando acaba, y se derrama y tiembla.
El sonido de un avión, cuando levanta vuelo. Los instantes consecutivos de mar. Jugar, un rato largo.
Imagen: Paul Gustave Fischer
Imagen: Paul Gustave Fischer